No nos estamos dando cuenta, pero las palabras están perdiendo su significado.
Si
no su significado, al menos su sentido. Ya nadie se hace responsable de
ellas. O muy poca gente lo hace, por no generalizar demasiado.
La
cosa es que vagan solas por doquier, abandonadas al entendimiento ajeno
al que las pronuncia, despojadas de toda definición o intención que el
interlocutor les haya querido imprimir.
Porque no hay persona, o,
para no generalizar en exceso de nuevo, muy pocas existen, que hablen
con sentido de causa. Tú dices algo queriendo dar a entender otra cosa. Y
no te das cuenta que yerras en tu explicación hasta que la persona que
se encuentra escuchándote frunce el cejo. "A ver, no me has entendido".
No, de eso nada, prueba primero siempre a decir "Lo mismo no me he
explicado bien" y ya si su cara de cincunspección persiste tras una
segunda explicación, con palabras diferentes, claro está, cúlpalo a él, o
ella, de no entenderte.
Después está la ausencia de toda
responsabilidad por nuestra parte al hablar de algo. Habréis escuchado,
supongo, eso de "soy esclavo de mis palabras y dueño de mi silencio". Y
razón no falta, ni mi intención es demostrar lo contrario. Me atrevería a
decir que nos arrepentimos más de lo que nos gustaría aceptar de las
palabras que soltamos. Y me atrevería a decir que este arrepentimiento
aparece en el momento instantáneo de soltarlas. Pero, ¿de qué sirve
arrepentirnos de nuestras palabras, ser esclavos, en definitiva, de
ellas, si luego no aceptamos ni cargamos con la responsabilidad que
conlleva no haberlas elegido correctamente? No hay que indagar mucho
para ver una infinidad de ejemplos:
Durán i Lleida: Si hubiera financiación irregular, yo debería pedir perdón y yo debería dimitir.
Mª Dolores de Cospedal: Si el PP tuviera cuentas en Suiza, ¿a que yo habría tenido que dimitir?
Y
creo que podría seguir incluyendo ejemplos únicamente con la palabra
dimisión. Pero no es mi intención cargar esto con citaciones. No vaya a
ser que se me escape algún (Fin de la cita).
Aceptadlo, no sois, no somos,
me incluyo el primero, honestos con nosotros mismos. Y por ello no
podemos ser honestos con nuestras palabras para con los demás. Algunos
lo llamamos (exacto, yo el primero) contradicciones, cuando en realidad
son faltas a la veracidad de nuestras palabras o afirmaciones. No es que
nos mintamos a nosotros mismos y, por ende, a los demás. O al menos no
tiene porque ser eso. Puede ser simplemente una falta de seguridad en
nuestros pensamientos que, al exigirnos nuestro alrededor siempre unas
aclaraciones o sentencias firmes, hace que nos decantemos por una opción
u otra sin estar del todo seguros de querer esa opción. Esto no quita
las duplicidades en nuestras aseveraciones, decantándonos por negro
azabache para según qué personas o situaciones, y por un blanco impoluto
para otras. Mientras no descubras estas dobles vistas/miradas en una
persona, todo irá sobre ruedas. Ella te mostrará la cara que quiere que
veas, la que intuye te satisfará más, ocultando su cara B. El
problema viene cuando descubres esa cara oculta. Ahí es cuando ocurre lo
que decía al principio: las palabras pierden su significado. Al menos
para ti, ya que en dicha boca no había sentido alguno al darle ese doble
sentido intencionadamente. Lo primero es perder la confianza en sus
palabras, en lo que esta persona dice. Y esto es lo que conlleva a la
pérdida de sentido y/o significado en ellas.
Te encuentras, entonces, de bruces con el religioso refrán de "A Dios
rezando y con el mazo dando" y ya ni te crees el rezo ni el mazo.
Esto
es una putada. Si no podemos confiar en las palabras por su falta de
fuerza y seguridad en su significado implícito, usando el lenguaje como
herramienta fundamental e imprescindible para todo, ¿en qué podemos
confiar, pues?