Disfruta

“Tú te consideras un espíritu libre, un ser salvaje y te asusta la idea de que alguien pueda meterte en una jaula. Bueno nena, ya estás en una jaula, tu misma la has construido y en ella seguirás vayas a donde vayas, porque no importa donde huyas, siempre acabarás tropezando contigo misma.”

Esta parrafada le soltó Paul Varjak (George Peppard), a Holly Golightly (Audrey Hepburn) en Desayuno con Diamantes.

Cuánta razón. No nos damos cuenta, pero a cada golpe que nos da la vida respondemos con un escudo más grande y más fuerte que el anterior, aislándonos de nuevos golpes –y dolores- pero también de experiencias, de gente que nos quiere, en definitiva, de la vida.

Y es que la vida hay que vivirla, según nos apetezca, obviamente. Es como conducir: puedes ir a 80, sin correr riesgos, sabiendo en todo momento qué curvas vas a tomar, a dónde vas a llegar y a qué hora; o a 200, con la adrenalina y el miedo del multazo que te puede caer, el riesgo de hacerte puré pero, a cambio, disfrutando cada segundo de esa sensación de riesgo, de libertad.

Cada uno es libre de vivir como quiera pero lo que nunca, nunca jamás, deberíamos permitirnos, es bajar la velocidad a la que nos gusta viajar sólo porque una vez –o las que sean- nos salimos de la calzada con consecuencias nefastas. A fin de cuentas, tenemos que disfrutar el viaje.

El sentido de las palabras y su caducidad en potencia.

No nos estamos dando cuenta, pero las palabras están perdiendo su significado.

Si no su significado, al menos su sentido. Ya nadie se hace responsable de ellas. O muy poca gente lo hace, por no generalizar demasiado.
La cosa es que vagan solas por doquier, abandonadas al entendimiento ajeno al que las pronuncia, despojadas de toda definición o intención que el interlocutor les haya querido imprimir.
Porque no hay persona, o, para no generalizar en exceso de nuevo, muy pocas existen, que hablen con sentido de causa. Tú dices algo queriendo dar a entender otra cosa. Y no te das cuenta que yerras en tu explicación hasta que la persona que se encuentra escuchándote frunce el cejo. "A ver, no me has entendido". No, de eso nada, prueba primero siempre a decir "Lo mismo no me he explicado bien" y ya si su cara de cincunspección persiste tras una segunda explicación, con palabras diferentes, claro está, cúlpalo a él, o ella, de no entenderte.
Después está la ausencia de toda responsabilidad por nuestra parte al hablar de algo. Habréis escuchado, supongo, eso de "soy esclavo de mis palabras y dueño de mi silencio". Y razón no falta, ni mi intención es demostrar lo contrario. Me atrevería a decir que nos arrepentimos más de lo que nos gustaría aceptar de las palabras que soltamos. Y me atrevería a decir que este arrepentimiento aparece en el momento instantáneo de soltarlas. Pero, ¿de qué sirve arrepentirnos de nuestras palabras, ser esclavos, en definitiva, de ellas, si luego no aceptamos ni cargamos con la responsabilidad que conlleva no haberlas elegido correctamente? No hay que indagar mucho para ver una infinidad de ejemplos:
Durán i Lleida: Si hubiera financiación irregular, yo debería pedir perdón y yo debería dimitir.
Mª Dolores de Cospedal: Si el PP tuviera cuentas en Suiza, ¿a que yo habría tenido que dimitir?

Y creo que podría seguir incluyendo ejemplos únicamente con la palabra dimisión. Pero no es mi intención cargar esto con citaciones. No vaya a ser que se me escape algún (Fin de la cita).

Aceptadlo, no sois, no somos, me incluyo el primero, honestos con nosotros mismos. Y por ello no podemos ser honestos con nuestras palabras para con los demás. Algunos lo llamamos (exacto, yo el primero) contradicciones, cuando en realidad son faltas a la veracidad de nuestras palabras o afirmaciones. No es que nos mintamos a nosotros mismos y, por ende, a los demás. O al menos no tiene porque ser eso. Puede ser simplemente una falta de seguridad en nuestros pensamientos que, al exigirnos nuestro alrededor siempre unas aclaraciones o sentencias firmes, hace que nos decantemos por una opción u otra sin estar del todo seguros de querer esa opción. Esto no quita las duplicidades en nuestras aseveraciones, decantándonos por negro azabache para según qué personas o situaciones, y por un blanco impoluto para otras. Mientras no descubras estas dobles vistas/miradas en una persona, todo irá sobre ruedas. Ella te mostrará la cara que quiere que veas, la que intuye te satisfará más, ocultando su cara B. El problema viene cuando descubres esa cara oculta. Ahí es cuando ocurre lo que decía al principio: las palabras pierden su significado. Al menos para ti, ya que en dicha boca no había sentido alguno al darle ese doble sentido intencionadamente. Lo primero es perder la confianza en sus palabras, en lo que esta persona dice. Y esto es lo que conlleva a la pérdida de sentido y/o significado en ellas. Te encuentras, entonces, de bruces con el religioso refrán de "A Dios rezando y con el mazo dando" y ya ni te crees el rezo ni el mazo.

Esto es una putada. Si no podemos confiar en las palabras por su falta de fuerza y seguridad en su significado implícito, usando el lenguaje como herramienta fundamental e imprescindible para todo, ¿en qué podemos confiar, pues?